«Al paciente se le exige todo. Al sistema, nada.»
Estas palabras, escritas por la doctora Claudia Victoria Marín en su timeline de LinkedIn, resuenan como un eco en la consulta, en los pasillos del hospital, en las salas de espera donde se acumulan silencios que pesan más que los retrasos. Porque sí: el paciente lo da todo. Y aún así, se le pide más.
Tiene que entender informes llenos de tecnicismos. Aceptar efectos secundarios sin quejarse demasiado. Tolerar esperas, cancelaciones, cambios. Adaptarse a un lenguaje ajeno. Buscar su cita online, sin margen para el error. Recordar el día, la hora, el portal correcto. Orientarse en un mar de hostiles pasillos de hospitales. Interpretar lo que no se explicó del todo. Y, además, no molestar “de más”.
Se espera de él que no interrumpa. Que no llore. Que no dude. Que no consulte en Google. Que confíe sin preguntar, incluso cuando nadie se ha tomado el tiempo de construir esa confianza.
Y mientras tanto…
El sistema no traduce.
No acompaña.
No escucha.
No pregunta: “¿Has entendido?”
No educa en salud digital.
No adapta su frecuencia a quienes están en su momento más frágil.
Y cuando hay un fallo, la culpa recae sobre el paciente. Por no entender. Por no preguntar. Por no seguir “la pauta”.
Como si adaptarse fuera su responsabilidad. Como si lo lógico fuese que el paciente, en medio de su incertidumbre, su miedo o su dolor, también tuviera que asumir el papel de intérprete, gestor, tecnólogo, psicólogo de sí mismo.
Y no.
No debería ser así.
Porque en medicina (también en Oncología), comunicar no es un lujo. No es un “extra” para cuando hay tiempo. Comunicar es un acto clínico. Una responsabilidad. Una herramienta terapéutica. Un puente que no se puede dejar sin construir.
Claudia lo explica con una metáfora hermosa y certera: la medicina es una estructura resonante.
Cuando paciente y profesional no están en sintonía, vibran con disonancia. Y esa disonancia, tarde o temprano, estalla.
En forma de efectos adversos no consultados.
De tratamientos abandonados.
De pacientes que no vuelven.
De profesionales que ya no miran a los ojos.
Nos duele. A ambos lados. Porque no nos faltan ganas de hacerlo mejor. Nos falta tiempo, recursos, humanidad estructural.
Y aquí viene lo más lúcido de su reflexión:
el problema no es el profesional, ni el paciente.
Es el sistema el que fuerza a ambos a vibrar fuera de su frecuencia humana.
En física, cuando dos estructuras no están en sintonía, se recurre a una interfaz.
Un mecanismo que amortigua la vibración, que permite el acoplamiento sin destrucción.
En medicina, esa interfaz —durante años— ha sido el tiempo personal del profesional. La voluntad del paciente. La energía extra de quienes sostienen lo insostenible.
Pero ya no basta.
Ese parche no es sostenible.
Ese esfuerzo invisible tiene un coste. Y lo estamos pagando en forma de desgaste, frustración, abandono.
Por eso, Claudia reescribe su idea inicial con una conclusión que debería abrir titulares:
«La medicina es una estructura resonante. Cuando paciente y profesional chocan, no es porque no se escuchen. Es porque nadie pensó en cómo hacer que su encuentro no les duela.»
Qué poderoso. Qué cierto.
Si queremos una medicina que acompañe, que sane también en lo emocional, que no deje a nadie fuera, necesitamos rediseñar el sistema. No solo los protocolos. No solo los procesos. El sistema.
Uno que traduzca.
Que escuche.
Que forme también en salud digital.
Que ponga al centro la experiencia del paciente sin agotar a quien lo cuida.
Uno que esté a la altura humana de las personas a las que atiende. Y de quienes lo sostienen desde dentro.
Porque no es el paciente quien tiene que adaptarse al sistema.
Es el sistema el que debe resonar con las personas que cuida.
Gracias, Claudia, por escribir lo que tantos «locos» pensamos. Por ponerle palabras a una intuición que llevamos tiempo sintiendo en el cuerpo. Y por recordarnos que, al final, comunicar mejor no es solo tratar mejor.
Es cuidar mejor.
Es mirar.
Es resonar.
Es no dejar solo a nadie en su dolor.
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